Isidro Muñoz
MAGISTRADO DE CIRCUITO (ADSCRITO AL SEGUNDO TRIBUNAL COLEGIADO EN MATERIA ADMINISTRATIVA)
X: @IsidroMZ
Como si fuese casi un mantra, cada vez es más recurrente que, cuando las autoridades políticas desean criticar las decisiones de las y los jueces federales, se apele a que se afecta o se está atentando contra el “orden público o el interés social”. Sin embargo, ¿qué debemos entender por estos conceptos? Su debido entendimiento es cuanto más relevante no sólo desde un aspecto político-jurídico, sino porque tiene el alcance de limitar o negar una tutela anticipada de los derechos humanos. En otro espacio hemos reflexionado ampliamente sobre esta cuestión (Muñoz, 2024). En esta ocasión, simplemente, nos gustaría explicar de manera breve y sencilla cuándo podemos hablar de interés social y orden público.
En ese sentido, nos proponemos explicar, a partir de la teoría del Constitucionalismo del Bien Común, que el interés social o el orden público, mejor entendidos como el bien común: (1) atienden a una cuestión cualitativa y no cuantitativa; (2) no se oponen a los derechos humanos, ya que los derechos humanos son parte constitutiva del bien común; y (3) no constituyen un cheque en blanco para arropar cualquier preferencia subjetiva que algún funcionario en particular desee imponer a la sociedad. Una adecuada concepción de estos conceptos permite evitar que se tenga una visión utilitarista del Derecho, al tiempo que se opone, frontalmente, al populismo constitucional y a la tiranía de las mayorías.
Previo a explicar estos puntos, debemos anticipar que el Constitucionalismo del Bien Común es una teoría propuesta por el profesor de Harvard Adrian Vermeule, conforme al cual las normas constitucionales deberían interpretarse de tal manera que permitan a las autoridades “promover la prosperidad [flourishing] de la comunidad política a través de la promoción del clásico tríptico de paz, justicia y abundancia, así como sus equivalentes modernos. Estos incluyen la salud, la seguridad y una relación correcta con el medio ambiente” (Vermeule, 2022, p. 36).
Esto implica asumir una redacción moral de la Constitución y, específicamente, una visión sustantiva del bienestar humano. Constituye una postura crítica a la supuesta neutralidad que persiguen las visiones libertarias, ya que, por una parte, el constitucionalismo de corte liberal, de hecho, no se ha mantenido neutral en cuanto a la vida de las personas y, por otra, porque “sus intentos de permanecer neutral han frustrado el desarrollo de un constitucionalismo que, consciente e inequívocamente, persiga la plena realización de todos los miembros de una comunidad política” (Foran, 2022, p.2).
Ahora bien, el bien común no es una noción extraña para los jueces y abogados. Los textos legales e incluso constitucionales frecuentemente hacen alusión a conceptos tales como: “interés social”, “bienestar general”, “interés público”, “orden público”, “bienestar público”, “paz pública” u otros afines. Ante esa necesidad interpretativa “el enfoque del bien común, que ha sido desarrollado en el Derecho por más de dos siglos, es la mejor manera de construir [el entendimiento de tales conceptos]” (Casey & Vermeule, 2022, p.109). Conforme a lo anterior, concluimos que el empleo de dicha teoría constitucional resulta del todo útil para desentrañar el significado sustantivo que debe darse al concepto abstracto de “interés social” previsto en el artículo 107, fracción X, de la Constitución mexicana.
1. El bien común atiende a aspectos cualitativos y no cuantitativos. Contrario a lo que suele pensarse, el bien común –el interés público, el orden social u otras formulaciones análogas– no se traduce en el beneficio de muchos, en perjuicio de unos pocos. Esto es lógico si se parte de la premisa de que cada miembro de la comunidad es igualmente valioso y, por ende, el actuar gubernamental debe prestar debida consideración a todos y cada uno de ellos, a fin de generar las condiciones tendientes a su bienestar, lo cual, lógicamente, proscribe sacrificar el bien de unos pocos para el beneficio de muchos. En lugar de concebir a los intereses de la comunidad como contrarios o en franca tensión con los intereses de los individuos, se parte de la máxima de que, “el bien de la comunidad es, en sí mismo, el bien de los individuos” (Foran, 2023a, p.1022).
En ese sentido, sostener que una determinada medida o norma pública atiende al bien común –o al interés público– simplemente porque privilegia el “interés” de muchos, sobre el de unos pocos –y, por ende, que debe negarse la concesión del amparo provisional ante ese beneficio colectivo–, implicaría tergiversar este concepto jurídico. Ello, dado que, como se ha razonado, el bien común conlleva el reconocimiento de la dignidad e igual valor moral de todos los miembros de la comunidad, por lo cual rechaza su instrumentalización en beneficio de otros. La imposición del beneficio de los muchos, sobre los pocos, constituye un tipo de tiranía –la de las mayorías– que, justamente, es violatoria del bien común. El bien común demanda cualidad no cantidad.
De ahí que uno de los principios centrales o básicos del bien común, consiste en que “no existe un conflicto entre el bien de la mayoría y el bien de la minoría, una vez que ambos se entienden adecuadamente” (Foran, 2022, p.6). El bien común, se insiste, es fundamentalmente el bien de todos, no así el bienestar de muchos a costa de pocos. El ser humano y su dignidad intrínseca implica que no pueda ser reducido ni tratado como un mero número. El Constitucionalismo del Bien Común se opone tajantemente a justificar que el actuar gubernamental pueda atropellar, sin mayor dificultad, a los derechos humanos en nombre del “pueblo” o del “bien de la colectividad”. En su lugar, el Constitucionalismo del Bien Común exige analizar si una determinada medida pública resulta consecuente para lograr que, todos y cada uno los miembros de la comunidad sean capaces de llevar una vida próspera y sean tratados con dignidad y respeto –y no como meros medios al servicio del Estado o las mayorías.
2. El bien común no constituye una restricción a los derechos humanos. Una concepción muy frecuente, e igualmente infortunada, es que los derechos humanos pueden o deben ceder ante el interés público o el bien común. Sin embargo, como razona Finnis “no deberíamos decir que los derechos humanos, o su ejercicio, están sujetos al bien común; [ya que] los derechos humanos son un componente fundamental del bien común” (2011, p.218). Así, los derechos humanos “no se encuentran en conflicto ni subordinados al bien común, debidamente entendido […] es un error percibir al bien común como algo ajeno a los derechos fundamentales de los individuos, en el sentido de que pueda obrar o prevalecer sobre ellos, superarlos” (Foran, 2022, p. 8).
El bien común presupone la tutela y goce de los derechos humanos de todos los miembros de la comunidad. No se puede prosperar en comunidad sin derechos humanos. De ahí que el bien común “fija fronteras y ayuda a definir los límites de los derechos, pero el bien común, en sí mismo, se define en parte por referencia a los derechos naturales de los miembros individuales de una comunidad […] No se puede torturar para llegar al bien común” (Foran, 2022, p.8). El Constitucionalismo del Bien Común entiende que no somos instrumentos al servicio del Estado, sino que el Estado se encuentra al servicio del bienestar y prosperidad de todos y cada uno de los miembros de la comunidad. No hay bienestar comunitario sin protección, respeto y garantía de los derechos humanos. Por ello, el interés público o el bien común no puede ser contrario a tales derechos, sino que tiende necesariamente a su adecuada consecución y ejercicio.
El bien común tiende a la más alta felicidad de la comunidad política, la cual conlleva a su vez, la más alta felicidad de cada uno de los miembros que la componen. El bien común y los derechos humanos, en conclusión, deben concebirse como co-constitutivos, en tanto el bien común “sólo puede lograrse cuando se respetan los derechos, pero, igualmente, el alcance y el carácter de los derechos mismos están sujetos o limitados entre sí o por otros aspectos del bien común” (Foran, 2022, p.14).
3. El nombre no hace al bien común. En congruencia con lo hasta ahora expuesto, resulta claro que el bien común no es tal simplemente porque, al dictar la medida pública o norma general, la autoridad le otorgue tal calificativa o denominación. Contrario a lo que exponen ciertas posturas políticas –sobre de índole populistas–, el bien común no es sinónimo de la voluntad del legislador ni del gobernante elegido democráticamente. El bien común no se actualiza ni se crea por mero Decreto o Ley. Para ello es indispensable que la norma o el actuar público atienda, efectivamente, al bienestar de la comunidad, como un todo. Es una cuestión cualitativa, no así nominada.
Al colapsar o confundir el bien común con el interés mayoritario, se permite sacrificar el bien individual para el “beneficio” del resto de la sociedad (Foran, 2023b, p. 180). Ello conllevaría que las personas juzgadoras aceptaran que un interés colectivo, suficientemente fuerte, puede desplazar o atropellar los derechos humanos. Esto facilita la tiranía de las mayorías y la instrumentalización de la dignidad del ser humano. Frente a esta postura empobrecida del bien común, se plantea, desde del Constitucionalismo del Bien Común, que una sociedad o comunidad próspera será aquella que “emplea a la política para establecer y mantener instituciones sociales que beneficien a todos los miembros [de la sociedad]” (Foran, 2023b, p. 181).
De tal suerte que el propósito de las instituciones gubernamentales y democráticas consiste en asegurar que todos los miembros de la comunidad política puedan prosperar y llevar a cabo una buena vida. Ser un buen gobernante conlleva interesarse en mejorar la calidad de vida de los gobernados –de todos y cada uno de ellos–. Implica reconocer su dignidad e igualdad ontológica, en lugar de instrumentarlos para ulteriores fines colectivos o estatales. El bien común “presupone la igualdad moral de las personas y concibe a la política como debidamente ordenada hacia el bien [de cada una de ellas]” (Foran, 2023b, p. 183).
Como aducen Casey y Vermeule el bien común “no es simplemente un cheque en blanco […] para arropar cualquier preferencia subjetiva que algún funcionario en particular desee imponer [a la sociedad]” (2022, p.109). La obligación de la autoridad consiste en “actuar mediante ordenanzas racionales orientadas hacia el bien común” (Casey & Vermeule, 2022, p.122). El uso de las instituciones o el poder público para meros fines privados –deseos, pasiones o caprichos del gobernante– resulta frontalmente contrario al bien común –de hecho, este modo de conducirse constituye una forma clásica de tiranía.
El gobernante que “en lugar de utilizar su poder para satisfacer el bien común lo ejerce en su beneficio personal, pierde su autoridad política y se convierte en un tirano” (Rodríguez Fernández, 2022 p.41). Un gobernante no es más que un servidor público y, por ende, debe poner los intereses de los gobernados por encima de sus propios intereses (Foran, 2023b, p. 76). El Constitucionalismo del Bien Común reconoce que el Derecho “debe dirigirse hacia fines públicos y no puede ser privatizado para lograr la consecución de fines particulares de quienes gobiernan” (Foran, 2023b, p. 13). Debidamente entendidos, los fines públicos son aquellos que “se dirigen al bienestar de todos, brindando un respeto adecuado a la igualdad moral de las personas y que al mismo tiempo buscan facilitar la prosperidad de todos y cada uno de los miembros de la comunidad” (Foran, 2023b, p. 13).
El bien común no es lo mismo ni se reduce a la regla de las mayorías, por lo menos no en un Estado de Derecho. El Estado de Derecho es un Estado gobernado por la razón y no por los meros números. Y esta razón debe tender hacia la plena realización de los gobernados. Tal noción enriquecida del bien común evita que la democracia se transforme en un régimen ciego, rendida al mero número, que puede todo lo que quiere, que cambia derechos, reglas o destruye instituciones a gusto –en nombre de un “bien” mayor– y, actuando de esta manera, acaba por auto destruirse, para transformarse en una tiranía –la de las mayorías o peor aún, la de quien dice hablar en nombre del “pueblo”.
Todo lo expuesto hasta ahora evidencia que, el hecho de que el gobernante califique una determinada medida como de interés público, bienestar general o de bien común, es del todo insuficiente para concederle tal carácter –mucho menos para, pretextando tal calificativa, negar el amparo provisional–. El bien común es eminentemente cualitativo, nunca meramente nominado ni dependiente de quién sea la autoridad que dicte la medida respectiva. Por más que la medida o acción pública haya sido emanada de un órgano elegido democráticamente y tienda al bienestar de las mayorías, el bien común, para ser tal, demanda mucho más que el mero respaldo numérico: exige que la conducta pública, positiva o negativa, atienda al bienestar de todos y cada uno los miembros de la comunidad, esto es, que se dirija preservar o generar las condiciones necesarias para que todas las personas puedan llevar una vida próspera, en igualdad de condiciones.
Conclusión. A partir de lo anterior, podemos comprender que el interés social no puede implicar la negación del bien individual en favor de un “bien mayor o colectivo”. El interés social, se insiste, es fundamentalmente el bien de todos, no así el bienestar de muchos a costa de pocos. Necesitamos dotar al interés social de un significado que reconozca y respete la dignidad de todos y cada uno de los miembros de la sociedad. De ahí que el amparo provisional no debería negarse ante la mera existencia de cualesquiera beneficios colectivos o mayoritarios, sino únicamente cuando el acto de autoridad beneficie a la comunidad, entendida como un todo. El interés social, mejor entendido como el bien común, evita la tiranía de las mayorías y el uso del poder público para beneficios personales del gobernante o fines partidistas. Las y los jueces, podemos y debemos enriquecer estas nociones jurídicas para asegurar el bienestar de la totalidad de la población.
BIBLIOGRAFÍA
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